En egipto se llamaba a las bibliotecas el tesoro de los remedios del alma. En efecto, curábanse en ellas de la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás.
Jacques Benigne Bossuet
Llevo un largo tiempo preguntándome por qué estoy herida de palabras. No me faltan el “buenos días”, el “un billete, por favor”, el “sin hielo, por favor” o el “buenas noches, noche” y sin embargo me hieren las palabras.
Algunos dicen vocablos con laxitud o cadencia de hojas secas, sin tiempo para rumiarlas ni construirlas, utilizando el lenguaje ya sabido y aprendido en el colegio.
Pero nosotros no.
Sabemos que las palabras queman, ruedan y escuecen, acarician y soplan las velas o son cuchilladas sin telediario. El gran Marx (Groucho para mí) se iba a leer un libro cada vez que alguien encendía el televisor. Si esto se hubiese repetido con más frecuencia por espectador probablemente no estaríamos aquí, hablando de palabras en un Taller Literario como un lujo, en vez de hablar de programas de máxima audiencia televisiva en las que las palabras no tienen medida y si millones de euros.
Pedimos un rincón de sílabas con la dulzura de un haiku. Un haiku no es como otra plaza o fuente cualquiera construída en Valladolid, ni es una marca de coches preparados para que duren 8 años
.
Un poema, un haiku, un verso, un cuento, un diálogo, una novela, una obra teatral … un rincón tan vital como el suero.
Pero nosotros no.
No tenemos ya cabida, la enfermedad se extiende y no caben las palabras.
Quizá mañana vuelva a subirme al autobús y dar los “buenos días”, después pediré un “café con hielo” mientras doblo la servilleta y pido “por favor, el periódico” para volver a ver en él que se recortan las subvenciones hasta para el Taller Literario, suben los precios y leer en otra esquela que nos falta alguien más.
Es eso. Una esquela. Hasta para decir adiós necesitamos las palabras.
Pues bien, yo no quiero una esquela con palabras de imprenta huecas y ahora sé que no la tendré. Porque gracias al taller cuéntame un cuento que no te sepas, he encontrado mi nombre, mis torpezas y aciertos, mis tumores y flores, mi maestra, me he encontrado con mi dolor para ponerle acentos y con la alegría de un adjetivo umbraliano. Y eso no me lo quitan. No me lo pueden quitar.
Mª Antonia Vicente Ruiz
La palabra, Pablo Neruda.
Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben
y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las
derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan,
se escuchan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras
de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío…
Persigo
algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las
agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me
preparo
frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales,
aceitosas, como
frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo,
las agito,
me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo
como
estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón,
como
restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea
entera se
cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como
una
reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció… Tienen
sombra,
transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue
agregando de tanto
rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son
antiquísimas
y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas
comenzada… Qué
buen idioma el de las palabras luminosas que se quedan en el libro
resplandecientes… Nos dejaron las palabras.
“La palabra”, Confieso que he vivido, Pablo Neruda